El 29 de septiembre de 1976, se produce el llamado: "Combate de la calle
Corro".
Al ser descubierta una casa donde se reunían integrantes del Secretariado Nacional de Montoneros, se produce un combate que dura una hora y media. Rodeados por 150 militares, un tanque, un helicóptero, los compañeros resisten.
En ese acción, caen heroicamente: Alberto
"Tito" Molina, María Victoria "Vicky" Walsh, Ismael
"Turco" Salame, Eduardo "Tucu" Coronel, José "Carlitos" Beltrán.
Pocos días después un grupo de
milicianos pintó en el frente de la casa aún humeante y bajo custodia militar:
"Aquí
murieron cinco héroes montoneros".
María "Vicky" Walsh |
Ismael Salame |
José Carlos Coronel |
CARTA A MIS AMIGOS
RODOLFO WALSH
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de
mi hija María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Sé
que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros, que han sido
mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz
de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles, pero también para explicarles
cómo murió Vicky y por qué murió.
El comunicado del Ejército que publicaron
los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente,
Vicky era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la prensa
sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día
con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con
ella.
La forma en que ingresó a Montoneros no la
conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su probable ingreso, se
distinguía por sus decisiones firmes y claras. Por esta época comenzó a
trabajar en el diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista.
El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada
sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del
diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se
perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios
periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su
primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa
experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su primer marido,
Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de
ambos nació poco después. El último año de mi hija fue muy duro. El sentido del
deber la llevó a relegar toda gratificación individual, a empeñarse mucho más
allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se
volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba,
sólo su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios
de sus compañeros fueron muertos; no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba
una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical,
que era su responsabilidad. Nos veíamos una vez por semana; cada quince días.
Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez minutos en el
banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa
donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo,
que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el
último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada
pérdida.
Mi hija estaba dispuesta a no entregarse
con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de
testimonios el trato que dispensan militares y marinos a quienes tienen la
desgracia de caer prisioneros; el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros,
la tortura sin límites en el tiempo ni en el método, que procura al mismo
tiempo la degradación moral y la delación. Sabía perfectamente que en una
guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer. Llevaba
siempre encima una pastilla de cianuro -la misma con que se mató nuestro amigo
Paco Urondo- con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la
barbarie.
El 28 de septiembre, cuando entró en la
casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a
último momento no encontró con quien dejarla. Se acostó con ella, en camisón.
Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las 7 del 29 la despertaron los altavoces
del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió
a la terraza con el Secretario Político Molina, mientras Coronel, Salame y
Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus
ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El
cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el
testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.
"El combate duró más de una hora y
media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha,
porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se
reía".
He tratado de entender esa risa. La
metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella aunque
conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas nuevas,
sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para
ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa
ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel
Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones y el tanque se sumó un
helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.
"De pronto -dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la
metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de
tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el
pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy
tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase; en
realidad, no me deja dormir".
'Ustedes no nos matan -dijo-, nosotros
elegimos morir.' Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y
se mataron frente a nosotros".
Abajo ya no había resistencia. El coronel
abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron los oficiales. Encontraron
una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionado
sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como
ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi
corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicky pudo elegir otros caminos
que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el
más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta,
hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones.
Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente
suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella.
Esto es lo que quería decir a mis amigos y
lo que desearía que ellos trasmitieran a otros por los medios que su bondad les
dicte.
28 de diciembre de 1976
No hay comentarios:
Publicar un comentario